lunes, 7 de noviembre de 2011

En la ciudad II

Estaba bajando las escaleras cuando escuché que se abrían las puertas del subte. Llegué al andén justo a tiempo para ver subir a las últimas personas antes de que sonara la chicharra y supe que tenía que dejarlo pasar. No había problema, eran las diez y media de la mañana y ya estaba volviendo a casa.

Cuando vino el siguiente, elegí en qué puerta subirme. Me paré enfrente de un chico, y lo miré de reojo mientras sacaba el libro de mi cartera. Tenía cara de nene. Enseguida se bajó y me pude sentar. Ya hacía más de media página que estaba leyendo, pero me costaba entrar en el mundo de Lawrence Durrell. Leí que había nacido en 1912, sólo diez años antes de la publicación del Ulises, y sin embargo el ritmo de la novela parecía cosa del siglo XIX. El título, Justine, era en obvia referencia al Marqués de Sade, y tal vez por eso el narrador se detenía en descripciones tan sensoriales. Me acuerdo de una frase que decía algo así como que los besos de verano tenían gusto a cal viva. Tan denso era, que no pude menos que notar que el chico (o el pibe, o el tipo, no sé cómo llamarlo) que estaba sentado al lado mío me miraba de reojo. Ya lo había visto cuando entré al subte. Tenía una remera verde, una bermuda beige y la mochila sobre las piernas. Usaba anteojos y tenía barba. No era el tipo de hombre con el que una soñaría, era… real. Era el tipo de hombre con el que una se relacionaría. Eso era. Me miraba de reojo, entonces.

Tenía un libro sobre la mochila, con números y cuadros que no alcancé a leer. Se lo notaba inquieto, porque no mantenía la vista en el libro por más de cinco segundos seguidos. Levantaba la mirada, y ahí lo sentía, en mi perfil. En un momento guardó el libro (vi el código de barras que me confirmó lo que ya sabía, que era estudiante) y cruzó las manos sobre la mochila. Seguía moviéndose en el asiento, y tuve miedo (o ganas) de que me hablara. Cada vez que se volvía para mi lado lo sentí, y me pregunté cómo empezaría la conversación. Él diría “hola” o “discúlpame”, porque no había otra manera de llamarme la atención. Lo que más curiosidad me daba, en esos instantes en que estaba segura de que me iba a hablar, era cómo reaccionaría yo. Lo miraría a los ojos, claro, y entonces… ¿Sonreiría, animándolo a seguir? ¿O lo obligaría a bajar la vista, avergonzado, y tal vez a cambiarse de vagón?
Sentí el vértigo en la garganta, su brazo que rozaba suavemente el mío y volví a mirarle las manos. Me gustaron, eran proporcionadas, la piel color caramelo con venitas verdes que le cruzaban el dorso. Ya podía verse claramente cómo envejecerían esas manos. El resto de él, las piernas, los brazos, no podía verlos bien. Lo adiviné alto, más que yo, y bien formado. Es decir, se notaba que nada sobraba: hueso, músculo bien pegado al hueso. Y no parecía haber nada más. La piel era suave, pero sería duro al tacto, y sólo eso, porque lo imaginé pausado, suave, casi tímido al moverse. ¿Me abrazaría fuerte hasta lastimarme si yo se lo pedía?

Si le hablase. Él volvía a removerse en el asiento, las palabras no le salían. ¿Y si yo las dejara salir de mi boca? Sentí esa posibilidad, esa puerta que se abriría si yo solamente decía “hola”. Cualquier cosa podría pasar a partir de ahí. Todos los días ofrecen infinitas posibilidades, sabemos eso. Pero ser conscientes de ellas cuando alguna golpea tan fuerte es otra cosa. Quizás si yo buscase sus ojos, si lo invitase con la mirada, quizás eso sería suficiente. Pero hablar, qué pocas ganas de hablar, de llenar maquinalmente cuadros de conversación hasta llegar a donde había que llegar, hasta la única pregunta realmente importante que era “dónde”, dejando de lado el “cómo” y enterrando definitivamente los “por qué”.

Si quisiera hablarle. Si eligiera seguir ese camino. Pero tenía tanto sueño que, si me tirase en una cama, probablemente me quedaría dormida. Además, para bien o para mal, no le había visto la cara.
Se movió contra mi brazo una vez más y se levantó. Caminó hasta el vagón de al lado. Las puertas del subte se abrieron y se perdió entre la gente. Nunca llegué a verle la cara.

1 comentario:

Paula dijo...

¡Qué bonita descripción, amiga!

Yo hoy también estuve sentada al lado de un chico impaciente, los dos estábamos esperando que nos atiendan en el banco. Dudo mucho que alguien me dirija la palabra de forma aleatoria alguna vez, pero admito que me encantaría.

(Tenía unos ojazos verdes de esos que os gustan tanto...)